Utopía y Realidad

Existe una batalla donde debemos decidir si seguimos persiguiendo medidas racionales que residen dentro del marco de la ética general y que no han dado jamás un resultado bueno y correcto, o si, por el contrario, dejamos espacio a esas ya introducidas mutaciones azarosas en nuestra identidad, que son, en realidad, ese dejarse llevar por los designios de la Fe.

Utoía y Realidad
Utopía y Realidad

Nos encontramos ahora con un enfrentamiento altamente polémico; la batalla entre utopía y realidad, entre si debemos perseguir algo que a ojos de la razón resulta irrealizable, o si debemos seguir ateniéndonos a aquello que racionalmente es realizable pero que jamás ha resultado correcto en su enteridad.

Pues bien, deberíamos matizar cuándo algo es utópico y cuándo no lo es. La RAE define el término utopía como: plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Haría falta añadir un pequeño detalle: plan, proyecto, doctrina o sistema de una comunidad X, deseables y que parecen de muy difícil realización.

¿Por qué hacer tal matiz? Sencillamente, porque en el caso de un plan, proyecto, doctrina o sistema que sólo concierne a una persona, es decir, un plan particular, no hallamos utopía alguna. La utopía nace en tanto que dicho plan es común, o trata de ser común, a un conjunto de personas.

Esto es; si yo quiero, para conmigo mismo, actuar siendo anarquista, comunista o nacionalsocialista, puedo hacerlo, en realidad. Si yo quiero establecer una sociedad anarquista, en la que se cumplan todos los principios (o falta de ellos) de la misma, me veré sumido en la utopía, por mucho que en el plano teórico esta ideología sea correcta. Por el simple hecho de que aquello que se hace en sociedad o para la sociedad, está supeditado y regido por el marco de la ética general (incluyendo en ésta no sólo lo que se puede y no hacer desde el punto de vista moral, sino lo que se puede y no hacer en el resto de ámbitos concernientes a la vida en sociedad).

De forma contraria, lo que yo decida hacer para conmigo mismo y desde mi ética particular, no será utópico siempre y cuando mis actos se sitúen por encima de esa ética general. Aquí es donde entramos en terrenos pantanosos, ya que en decir que nos situamos por encima de esa ética general, o bien hacemos referencia a que nos constituimos como Dioses y que podemos hacer todo lo que queramos sin caer en lo utópico ni en “pecado” (recordemos Crimen y Castigo de Dostoyevsky) o bien nos acogemos al terreno de la Fe, en el que aceptamos la existencia de un Dios cuyos mandatos pueden situarnos en el enfrentamiento entre perseguir algo que se nos pide, que racionalmente es absurdo y que sale de la ética general, frente a mantenernos en lo que racionalmente sabemos que se puede y no hacer, y moralmente sabemos que se debe y no hacer.

Y aquí me veo en la obligación de hacer referencia a Kierkegaard, quien, en su obra “Temor y Temblor”, explica y defiende magistralmente, con el ejemplo de Abraham, el ya mencionado enfrentamiento. Kierkegaard alaba enormemente al profeta, que, depositando toda su Fe en el mandato de Dios (que sacrificase a su hijo Isaac) y no recurriendo a su razón, –que le habría llevado a darse cuenta que todo aquello era absurdo y no debía hacerse– se sitúa por encima de la ética general –pues se dispone a realizar algo que va en contra de todo principio moral– y obra correctamente.

Kierkegaard pone de manifiesto cómo, a través de depositar nuestra Fe en aquello que sentimos que debemos hacer en nuestro espíritu, salimos de lo general, rechazamos lo que racionalmente es real y supuestamente correcto, y nos precipitamos ciegamente hacia lo aparentemente ideal, utópico y absurdo. Sin embargo, el resultado no es caer en “pecado”, en una falsedad o en lo imposible, sino más bien convertirnos en lo que él llama Caballero de la Eternidad y de la Fe.

Por lo tanto, en darnos cuenta –por medios racionales– que supeditar lo que nos constituye como lo que somos (nuestra identidad) a instancias reguladoras como lo político, no es lo correcto, nos hemos encontrado frente a frente con la ya mencionada segunda batalla entre lo utópico (absurdo e inalcanzable) y lo real.

En esta batalla es donde debemos decidir si seguimos persiguiendo medidas racionales que residen dentro del marco de la ética general y que no han dado jamás un resultado bueno y correcto, o si, por el contrario, dejamos espacio a esas ya introducidas mutaciones azarosas en nuestra identidad, que son, en realidad, ese dejarse llevar por los designios de la fe, operados a través de nuestra ética particular (esto es, no tratando de introducir un cambio social, sino uno en nosotros mismos). Ese perseguir aquello que racionalmente es absurdo pero que nos lleva, como bien dijo el filósofo danés, a introducirnos en la estirpe de los Caballeros de la Eternidad y de la Fe.