Crítica de Cine: Stroszek. 1977

Durante toda la película hay decenas de momentos absurdos en los que se te escapa una carcajada; y a pesar de ello, la desolación que se siente al finalizarla es gigantesca. Stroszek es una película graciosamente desoladora. Es la crónica de unas vidas que nacen truncadas, así permanecen y así acaban. Una crónica cuya mayor metáfora es un pollo que baila y baila y baila mientras un teleférico da vueltas y vueltas y vueltas.

Stroszek
Crítica de Cine: Stroszek. 1977

Es curioso como encontramos siempre en el absurdo, y a través de él, las verdades más profundas y reales; que suelen ser también, las más dolorosas. Verdades, que como todo en el universo del absurdo, nacen en situaciones cómicas, satíricas y de lo más surrealistas.

Así sucedía con uno de los grandes como Buñuel, y así sucede con uno de los mejores directores que ha conocido el mundo del cine: Werner Herzog.

Stroszek se estrenó hace 40 años. Por aquel entonces Herzog ya llevaba unas cuantas obras maestras en su historial (Señales de Vida, Aguirre, Kaspar Hauser, Corazón de Cristal, Fata Morgana...) y, como era de esperar, llegó Stroszek, la más soberbia de todas.

Herzog encuentra, como es habitual en él, a los personajes más dispares, solitarios, incomprensibles y magníficos que pueblan la tierra. Los cuida, los estudia, y los introduce en un mundo que jamás antes habíamos visto, y que, sin embargo, reconocemos vagamente como un recuerdo perdido del pasado.

Una de las últimas escenas de la película transcurre con un policía que dice por radio: “Tenemos un camión ardiendo, no encontramos el botón para apagar el teleférico y no conseguimos que el pollo deje de bailar. Enviad un electricista.

El absurdo.

¿A quién se le ocurriría una escena de tal calibre? Una escena que está en total consonancia con el resto de la película. Sólo se le ocurriría a un genio. A un visionario. A alguien que es capaz de comprender la naturaleza profunda de la Verdad y es capaz de transmitirla a través del esperpento.

Y es que, durante toda la película hay decenas de momentos absurdos en los que se te escapa una carcajada; y a pesar de ello, la desolación que se siente al finalizarla es gigantesca. Stroszek es una película graciosamente desoladora. Es la crónica de unas vidas que nacen truncadas, así permanecen y así acaban. Una crónica cuya mayor metáfora es un pollo que baila y baila y baila mientras un teleférico da vueltas y vueltas y vueltas.

La película transcurre primero en Berlín, donde se juntan un ex-presidiario con visibles taras mentales, una prostituta maltratada y un anciano minúsculo con ya claras proyecciones a acabar mal de la cabeza. Deciden, gracias a una invitación a Estados Unidos por parte del sobrino del anciano, comenzar de nuevo con sus vidas y partir hacia el sueño americano. La segunda parte transcurre en un pequeño pueblo, frío y yermo, de Wisconsin, donde cada uno consigue un trabajo y “compran” una casa móvil gracias a un préstamo del banco.

La trama, a simple vista, no resulta fascinante, ni mucho menos. Pero es el contexto perfecto, ese mundo único creado por Herzog, para ver y sentir la travesía y el trágico destino de los personajes, que viajan en círculo, volviendo siempre al mismo lugar.

Hay una escena particularmente poderosa, en que Bruno (el ex-presidiario) y Eva (la prostituta) están hablando en su casa móvil. Bruno coge una figura humana retorcida, mira fijamente a Eva y le dice en tercera persona: “Este es un modelo esquemático de cómo se ve Bruno por dentro. Todos están cerrando las puertas frente a él.

Todo vuelve al inicio, a cómo estaban en Berlín, salvo que ahora carecen de hogar. Y Bruno, que a ratos, con su expresión siempre pesimista y ahogada en sufrimientos, parece un bebé malnutrido, prematuro y olvidado, quizás lo único que necesita es una puerta abierta, un hogar y alguien a quien aferrarse fuertemente.

Sin duda alguna, 40 años después, sigue siendo una de las grandes maravillas cinematográficas. Absurda, real, cómica, incomparablemente extraña y desgarradora.