Asfixiando el Misterio

Con el lento pasar de los años y los siglos fuimos decidiendo definir y no mostrar. Acabar con el misterio.

Misterio
Asfixiando el Misterio

Grecia fue pilar de la cultura occidental, madre creadora de la filosofía de Occidente. Los indígenas norteamericanos... a esos los aniquilaron. ¿Qué podrían compartir la Matriarca de la sociedad europea con unas decenas de miles de desgraciados que fueron asesinados indiscriminadamente? A simple vista nada, a parte de que ambos eran seres humanos –y ni eso queda claro dando cuenta del trato que recibieron los segundos. Pero si profundizamos un tanto, encontraremos varias similitudes. Quiero centrarme en una de ellas, que servirá para ilustrar el problema con el que nos encontramos hoy en día. Tanto Griegos como indígenas comparten la forma en que surgió su lenguaje y el uso que dieron a este.

En ambos casos el lenguaje se utiliza como herramienta complementaria a la realidad. Es decir, no amoldan lo que es a su lenguaje, no desgarran partes de una cosa para enclaustrarla en una caja de zapatos, sino que, para hablar de todo aquello que no es cognoscible –o mejor, definible– por el lenguaje en su totalidad, hacen uso de metonimias y sinécdoques.

Los griegos poseían una lengua de una riqueza espléndida. El gran idioma de la filosofía. Y a pesar de ello, precisaban de decenas de significados distintos para una única palabra (lógos por ejemplo). Los indígenas, en términos generales, hacían uso escaso de su idioma, tan sólo en situaciones verdaderamente necesarias. Valoraban más la expresión propia y comunitaria por medio de ejercicios de carácter más físico que hablado.

Unos perseguían verdades desde un punto de vista más racional, los otros desde uno más sentimental. Pero en ambos casos, haciendo yermo uso de la lengua, o llenándola de metonimias y sinécdoques, seguían sin asfixiar los misterios, sin amputar aquello que era imposible definir exactamente.

Mostraban. Mostraban la realidad como era. Desde la cosmovisión que poseía cada uno, pero únicamente la mostraban. No trataron de definirla, de esclavizarla, de hacerse dueños de ella.

Pero el tiempo pasó. Y el ser humano, cuyos descubrimientos científicos avanzaban inexorablemente, cuya evolución lingüística no parecía detenerse, comenzó a saber más, y más, y más. Y cuánto más sabía, más detestaba y temía todo aquello que era incapaz de alcanzar. Odiaba los misterios, los aborrecía.

Así, a fuerza de golpes fuertes, con el lento pasar de los años y los siglos, fuimos decidiendo definir y no mostrar. Acabar con el misterio, aunque ello conllevase asesinar –igual que se hizo con los nativos americanos– la verdadera naturaleza de dichos misterios.

Pongamos ejemplos algo más visibles. Los sentimientos. Vivimos en una sociedad que ha definido (según ésta) a la perfección cada sentimiento. Su naturaleza, razones, causas, efectos, consecuencias, etc., y lo ha hecho muy mediocremente. Una sociedad que ha dado total y absoluto detalle del bien y el mal, la justicia y la injusticia, la belleza...

Pero, ¿cómo puede ser? Si cada cinco minutos hay una nueva definición precisamente de estas cosas. Porque este hecho hacer que se instale en la mentalidad de cada ser humano una sencilla e incuestionable afirmación: “todo puede definirse y conocerse enteramente”.

Una vez más decidimos salir de la realidad, de la naturaleza. Vamos más allá del punto más lejano al que somos capaces de llegar por nosotros mismos (la Fe). Nos asentamos en lo irreal, lo artificial y lo falaz. Y nos jactamos de ello. “Todo. Podemos descubrirlo y definirlo Todo.”

No. No podemos. Podemos llegar hasta el Misterio. Y podemos dejar que éste habite en nosotros y en nuestras relaciones con el mundo en forma de sentimientos, de verdad, de justicia o de credo espiritual. Pero no podemos darle un nombre, a no ser que este sólo sirva para mostrar dicho misterio.

“Mira, ¡amor!” “Cierto...” “Mira, ¡qué bello, qué injusto, qué espléndido!” “Cierto...” Podemos mostrarlo, pero jamás definirlo. No sabemos qué son el amor, Dios, la verdad, el mal o la injusticia. Un elefante no cabe en una caja de zapatos, así como no cabe el misterio (por mucho que nos obcequemos) ni en un millón de palabras.

Debemos mostrar, no definir.

Me pregunto qué pondrá en la lápida del Misterio, ahora que lo hemos matado.

“Aquí yace lo que da sentido a la existencia, el alma del mundo, el dueño del Todo. Jamás me conoceréis, jamás sabréis mi nombre.”