Los Colegios: la tumba de la creatividad

El síndrome de la rana hervida, ese que todos los lectores se supone que han leído alguna vez, el de que si calientas agua lentamente con una rana dentro, el animal se quedará tranquilamente allí hasta que muera, es completamente falso.

WILMINGTON, OH - DECEMBER 18: Taylor Rolfe, age 4, sits in class as part of the Head Start early education program December 18, 2008 in Wilmington, Ohio. The federal government funds a set number of students in each county, but officials in Wilmington say that the demand has far outstripped resources available. The town of 12,000 is facing a bitter winter, as the main employers, the German shipping company DHL and its partner ABX are cutting more than 7,000 jobs. City officials say that the total number of jobs lost could reach almost 10,000, as smaller businesses tied to DHL and ABX close up. The massive layoffs are expected to devestate the economies of several counties surrounding the Wilmington hub. DHL is shutting down its domestic-only air and ground services in the United States, but will retain several thousands workers in the US to serve its international express customers.   John Moore/Getty Images/AFP
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Niño mirando al infinito en su pupitre. / John Moore.
Los Colegios: la tumba de la creatividad

La primera vez que oí la historia fue a los siete años, de labios de un inolvidable maestro, D. Eugenio Yuste, al que me llevaban a ver en verano a lomos de un burro, dado que en esa época yo solía vivir en el campo. Es obvio que si me desplazaba en ese medio de transporte, también podía disponer de ranas, por lo que al día siguiente me permití asegurarle al profesor que estaba completamente equivocado. Lejos de reprenderme por tan salvaje conducta, que me había permitido también saber que las ranas, precisamente cuando no saltan es si las metes directamente en agua hirviendo, me recompensó por mi curiosidad científica con un valioso consejo: "Antonio, no te creas todo lo que te digan, y mucho menos todo lo que veas escrito. De todas formas, fue bonito mientras duró”: Y no volvió jamás a contarle a nadie esa milonga.

El insigne D. Eugenio ya no me quiso ofrecer más verdades absolutas. No fuera que se las echara abajo. Eso entendí yo cuando me entregó un aro que llevaba pegado un trozo recto de alambre, justamente por su mitad y a guisa de lo que más tarde llegué a saber que se llamaría diámetro. Acto seguido, me mandó que comprobara para el día siguiente cuántos trozos de alambre con la longitud del descrito podían hacerse con el propio aro. “Pero sin romperlo, joder”. En aquella época, al no haber televisión, aún no se había inventado el horario infantil.

Otro día me pidió que le dijera, en cuál de los diversos triángulos de papel que me daba, la suma de sus tres ángulos era más elevada. Y me alargó también una especie de transportador rudimentario. Al día siguiente, mientras me afanaba en la tarea, me vio mi abuelo, capitán de la marina mercante jubilado, y me regaló un goniómetro, porque con aquel transportador cada vez me salía como ganador un triángulo distinto.

Don Eugenio me enseñaba aritmética, geometría, lengua castellana, geografía y algo de historia, de la “de verdad”, como solía decir. Y ésta también sobre un mapa, marcando con un dedo tembloroso y emocionado los desplazamientos de los ejércitos en las batallas. Como era un poco rojo, dijo a mi madre que de la religión se encargara ella. Pero desde lo de la rana, la obligación que me fue impuesta fue contarle cada día al maestro mis descubrimientos. Y me pasé bastante tiempo en la creencia de que yo estaba haciendo de él un hombre de provecho.

La captación del álgebra fue instantánea. Me dijo por primera vez: si dos cosas pesan diez kilos, cosa x y cosa y, y la cosa x pesa tres, ¿Cuánto pesa la otra? “Pos siete” le respondí inmediatamente. “¡Coño, era para mañana!. Bueno, otro, pues si dos herraduras y dos cencerros pesan catorce kilos, y cada herradura, dos, ¿cuánto pesa cada cencerro? Y ahora vete, rápido, que viene otro alumno”.

Nada más cerrar la puerta, Paco, el peón analfabeto que me acompañaba a lomos de una mula, y que también había oído el encargo, me dijo. “Ese tío está chalao, Si una vaca llevara colgao un cencerro de cinco kilos, acabaría reventá.”  Y nos pusimos a caminar en silencio, cada uno en su respectiva montura, meditando sobre la ignorancia de mi maestro. Al día siguiente tuvo su respuesta, en forma de dos regalos. Ya os podéis imaginar cuales. Y eso provocó el efecto de que Paco se incorporara a partir de entonces y, como observador, a mis clases.  Era un mozo que andaba por los dieciocho años y el maestro le dio como excusa que hacía mucho calor fuera. La decisión le causó mucho desconcierto, pero acabó gustándole.

Paco era el encargado de proveer agua a la casa, utilizando mi burro y dando permanentes viajes a un pozo con cuatro cántaros cada vez. El agua se utilizaba para beber, cocinar, asearse, lavar la ropa y dar de beber al ganado, gallinas incluidas. Don Eugenio, tras mandarnos averiguar cuánta agua contenía un recipiente de metal en forma de dado, de un decímetro de lado, que un herrero le había confeccionado, nos hizo calcular la que cabía en un cántaro, y posteriormente cuántos cántaros y cuánta agua se subía diariamente a la casa. Algo que décadas después se etiquetaría en las técnicas de desarrollo de la creatividad infantil como “transferencias de competencias”, al parecer muy difíciles de conseguir sin la ayuda de un adulto. Paco estaba ya volcado en la resolución de los problemas, cuando el maestro nos lanzó el siguiente: calcular la velocidad a la viajaban nuestras bestias con nosotros encima. Sin más.

Fueron tiempos felices, hasta que me mandaron interno a un colegio. En él todo era diferente, desde la absurda disciplina hasta los métodos de aprendizaje. Y aunque los conocimientos adquiridos con D. Eugenio me permitían vivir de la renta, echaba de menos la búsqueda personal de la verdad. Muchos de mis profesores se quejaban de que hacía demasiadas preguntas, probablemente porque de muchas no tenían la respuesta. Una mañana me llegaron a echar de clase por ese único y exclusivo motivo. Directo al despacho del Jefe de Estudios. Al confuso jesuita le dije que me quería marchar de allí, que aquello no servía para nada. Pero mi padre se mostró inflexible y, de paso, me contó que D. Eugenio había muerto tres días atrás.

Desde esa primera experiencia, los colegios me parecieron lugares horribles en donde se utilizaban libros llenos de extrañas e incomprensibles mentiras. Un lugar donde te daban respuestas cuyas preguntas desconocías, donde la Literatura eran listas de obras asociadas a un autor, y donde los ríos eran canciones Todo estaba desconectado de la realidad, nada parecía tener sentido y nada era directamente aplicable, excepto la física, pero sólo a partir de que un profesor nuevo, al parecer salido del entorno rural, nos empezó a poner problemas de trenes, coches, objetos lanzados desde aviones, cargas que podían soportar los barcos, lingotes de oro o de platino que podíamos cargar, cosas así.

No recuerdo cuanto tiempo hace que no piso un aula infantil. Mi vida laboral está llena de experiencias de enseñanzas relacionadas con adultos, tanto en impartición directa, como en gestión, investigación, desarrollo de proyectos en multitud de países, coordinación de proyectos multinacionales, etc. Por ello puedo asegurar que existe un conocimiento exhaustivo y certero de la metodología a aplicar en cada caso. Pero de la misma forma, y a través de la misma experiencia, tengo constancia de que menos de un 5% de esa tecnología se aplica en nuestro país actualmente, especialmente desde que se comenzaron a destruir centros públicos para pasar esa formación profesional a manos privadas.

También sé que las investigaciones realizadas en el campo enseñanza infantil permiten avalar las conclusiones a la que había llegado D. Eugenio hace setenta años. Y sin duda muchos otros antes que él. Ignoro, no obstante, cuales son los intereses que impiden que se apliquen, pero viendo cómo infinidad de escuelas destruyen la innata creatividad de los niños, pienso que es necesario tomar conciencia de este problema. Sé que hay notables excepciones, y les animo a seguir en su esfuerzo a pesar de las dificultades e incomprensiones que están encontrando.

El investigador británico Ken Robinson ha documentado el descenso de las habilidades creativas y de pensamiento divergente de los mismos niños a medida que crecen y se desarrollan, achacándolas precisamente a la mala influencia de la escuela. Algunos “insignes” expertos, no obstante, intentan convencernos de que esa creatividad remite de forma natural a partir de cierta edad. Vamos, que involuciona desde los cinco hasta los doce años. Pero introducen la suficiente cantidad de excusa científica para permitir que los poderes públicos se reafirmen en que lo están haciendo bien. En que lo mejor no es dejar que los niños descubran el mundo. Lo óptimo es que se lo vayan descubriendo los profesores, y cada uno de ellos de una forma distinta, en función de su preparación personal, de su motivación, de sus ideas políticas y, especialmente  de la comunidad autónoma en la que te haya tocado vivir.