El Arte de Trivializar

Identidad de Género
El Arte de Trivializar

Es curiosa la alabanza que se ha tenido en la historia –especialmente en la antigüedad– por el triángulo, y todo lo que ello representa. Desde Pitágoras hasta el Catolicismo, pasando por las matemáticas.

Y como tantas otras veces, encontramos otro triángulo en el ámbito social actual. Una trinidad de la cual ya hemos conocido dos lados. Primero, la fobia que tiene hoy el mundo para con el sufrimiento, la tragedia, y por ende para con el sentir. Segundo, el consumo casi material y enfermizo para con todo lo que ha quedado, una vez se ha instalado la fobia en los sentimientos poderosos y reales. Y queda finalmente el tercer lado. La condición necesaria para que los dos vértices anteriores puedan funcionar. El arte de trivializar.

Si bien es cierto que hace un siglo la humanidad estaba preparada intelectual y socialmente para las argucias magistrales de hombres prodigiosos como Antonio Gramsci; hoy, ese no es el caso. Hace casi un siglo la forma correcta de insensibilizar y anestesiar a la población era con las técnicas de manipulación del lenguaje –entre otras cosas– planteadas por el pensador italiano. Esto es, con la máxima brevedad: hacer uso (demagógico) del lenguaje de manera que lo que significa una cosa, lo que es una cosa o lo que parece una cosa deja de ser así en favor de una definición acorde con la ideología de quien hace uso de dicha manipulación.

Esta forma de manipulación tiene mucho que ver con el trivializar, con el tercer vértice del triángulo. La gran diferencia es que la primera forma se utilizaba con una sociedad inteligente (ahora ha quedado reducida a la filosofía académica, sin trascender demasiado en el ámbito social) y la segunda se utiliza con una sociedad estúpida.

El arte de trivializar consiste en una premisa de lo más sencilla: todo aquello que no se considere útil para quien hace uso de dicho “arte”, se degrada, se menosprecia, se trivializa; obteniendo algo que en esencia sigue siendo enormemente importante pero que en apariencia es tan trivial como un paquete de chicles.

Ambas formas de manipulación tienen una base común –pues una deriva de la otra–, que es el convertir, en apariencia, una cosa por otra. Una diferencia importante reside en que la manipulación del lenguaje es más compleja de refutar, pues trata de cambiar algo desde su raíz (como he dicho antes, se hizo a prueba de una sociedad inteligente); mientras que la trivialización se encarga de degradar de arriba a abajo, sin llegar a la raíz de la cosa en la mayoría de los casos.

Hablemos por ejemplo de eso que ahora se llama identidad de género. Eso que no es más que el sexo; esto es: macho y hembra, hombre y mujer, masculino y femenino.

Hace poco más de un año me encontraba en una clase de metafísica en la que el profesor hizo un inciso para hablar del “género”. Recuerdo a la perfección sus palabras más importantes: “Qué es o qué no es un hombre o una mujer no importa; lo relevante es qué queremos que sean un hombre y una mujer.”

Bien, desde el plano filosófico, los principios de Gramsci se usarán para tratar de romper –desde la misma esencia de lo que son hombre y mujer, y hasta el más ínfimo detalle–, los conceptos originales y verdaderos que les constituyen; de manera que los “nuevos” hombre, mujer y sus derivados sean lo más infranqueables que se pueda. Pero esto, hoy en día, sólo sucede en el plano filosófico. Sencillamente porque el mundo ya no es, ni quiere ser, tan inteligente como lo era antes. Hoy en día lo que se hace de cara al mundo, es ir poco a poco degradando todo aquello que quiere erradicarse, consumirse y mediocrizarse.

Así, el ser humano está hoy a nivel de dignidad a la altura de los animales y a nivel biológico a la altura de organismos microscópicos que no tienen sexo o que lo tienen indistintamente. Si nos fijamos, ha sido esta (trivializar) la condición básica para comenzar a perder sentido de todo sentimiento, a tenerle un miedo absurdo a la tragedia y a consumir como animales enfermos de rabia todo lo que quede en el proceso.

Y así estamos viviendo en un mundo en que asesinar bebés es el equivalente a rascarte el brazo y matar unas cuantas células insignificantes. Un mundo en el que cuestionamos hasta lo que no era capaz de cuestionar un escéptico: aquello que se presenta como manifiesto (el sexo en este caso). Un mundo, al fin y al cabo, en el que estamos perdiendo, como no lo habíamos hecho antes, todo sentido de qué es y qué no es. Tanto es así, que va a llegar un punto en que no se va a mantener la decencia entre seres humanos ni por mero “contrato social”.